El día d y la hora h


He dado mil vueltas por la red, consultado tres mil horarios de setecientos dojos repartidos por el mundo entero; confeccioné una hoja excel que todavía estoy completando de a poquitos porque por más que me gusten las labores lentas y minuciosas ésta amenaza con ser demasiado para mi paciencia y....

.... voy llegando a la conclusión de que por esta parte del mundo entero y entre las 20 y las 21h de los jueves, hay una buena colección de gente que, a la vez, está sentada, quieta y en silencio; mirando ociosamente cómo pasan los pensamientos propios y ajenos sin darles ni más ni menos cancha (nada de hacer grandes y gordos a los positivos ni dejar morir de hambre a los negativos aunque eso sea lo que dicen que corresponde hacer cuando estamos en el tiempo y no fuera-y-dentro del tiempo como en zazen, por ejemplo).

Y para cuando los de por aquí terminamos con ese precioso trabajo, pasamos la guardia, sin tener necesidad de saberlo, a otros que justo cuando nosotros acabamos ellos comienzan.

Probablemente no hay ni un sólo segundo-de ningún día-de ningún año desde hace ni se sabe cuánto, sin alguien sentado en zazen sosteniendo como buenamente puede la Pureza Original y de la misma forma que cuando los antiguos se turnaban para custodiar el bien inmenso del fuego.

Hace tiempo se me ocurrió la estúpida idea de proponer que siempre hubiera alguien habitando el dojo. Como soy un tanto estúpida pero algo me queda de pragmatismo no lo dije en voz alta y me quedé con las ganas. Aprovecho ahora para dejarlo escrito aquí porque es una bella voluntad que, después de todo, sucede sin que nadie ni lo proponga ni se lo proponga.

Dicen los cabalistas que si esto no fuera así, el enlace entre el Cielo y el Hombre se rompería y todo sería dolor tremendo por un momento muy pequeño antes de la extinción. No tengo forma de saber si es verdad pero suena a algo parecido. Así que, tal vez sí, después de todo, el Cielo y la Tierra continúan amarrados por un Hombre a un Zafu pegado.





 

Fraternidad


Que a veces lo pienso. Un dojo me han dicho que no es una fraternidad pero me parece que tal vez sí debería serlo. Y como me lo parece, lo digo: tal vez debería ser como una familia que se asiste y ayuda en esos momentos malos que a todos nos tocan de vez en cuando. Y que pone queso, aceitunas, pasteles y vino en la mesa para celebrar los buenos triunfos sobre lo que sea que cada uno se traiga entre las manos (claro que para eso habría que saber qué es lo que cada cual se trae de momento en momento y eso no suele ser)

Además pero siguiendo con algo parecido........

............sé qué pasa con los monjes católicos viejitos; sé dónde les llevan y cómo y quién les cuida en sus tiempos finales. Pero no sé qué pasa con los monjes zen viejitos. Por lo que sé, en Japón están en su Monasterio tranquilamente haciendo sus cosas de zazen, jardín, huerto, dormir y todo lo demás como todo el mundo, pero aquí, que nos ha dado por ser monjes sin Templo y con poca cobertura, el asunto se nos pone más cuesta arriba y pienso yo que, teniendo en cuenta la edad media de los que practicamos, dentro de no mucho-mucho nos vamos a encontrar con que a lo mejor nos vendría bien tener una república independiente de zazeneros, un lugar abrigado para pode ir deslizándonos despacito hacia la muerte acunados por el aroma de un buen incienso, siguiendo esa nube sutil y pequeña que tiene por costumbre producir.  Hasta desvanecernos.

Pero juntos



Sé que no me explico bien (aunque generalmente me siento bien entendida) y que esto contradice mucho de lo que he dicho y digo otras veces pero es porque, en mi descargo, tengo que aclarar con Walt Whitman que si me contradigo es porque (como todos) contengo multitudes.


respirar


Necesitar, necesitar, lo que se dice necesitar, necesito respirar y algunas cositas más que todas salen del respirar.

Respirando puedo hacer de:

Lavandera de mi corazón
Cocinera de boberías hasta conseguir una buena sopa calentita
Jardinera manostijeras de todo lo que me sobra
Costurera de mi vida cuando se descoloca
Directora de mi orquesta cuando me reta desafinando
Hada con varita de acebo soltando estrellas a los cuatro vientos
Tejedora de mantas con lanas de colores para los inviernos fríos
Matamoscas de septiembre (las más pegajosas)
Y atrapasueños en diciembre..........

Por eso me voy al dojo de vez en cuando y me pongo a respirar a gusto y con toda la tripa y de todas esas respiraciones sale un color como de azul y oro y un olor a jabón y un aire como de alegría.


Por el módico esfuerzo de sostener el silencio con el cuerpo por un ratito corto.

Kinhin


 
Cuando comencé a practicar zazen me llamaba la atención lo fácil que me resultaba quedarme quieta en silencio y lo poco que me gustaba el intermedio de kinhin. Me dolían las caderas, se me rebelaba el equilibrio en cada paso y, si por mí hubiera sido, habría caminado un poquito más deprisa de lo que me decían que tenía que hacerlo. Tal vez porque mi mente corre tanto que ni mis manos ni mis pies llegan a poder posarla. Habría preferido que fuera sin prisa pero sin pausa porque lo que me sacaba de quicio era precisamente la pausa, a mi modo de ver eterna, entre paso y paso diminuto.

Kinhin es el patito feo del zen y sin embargo es la piedra de toque, después de todo, en lo que se refiere a nuestra acción en el mundo. Es la parte de zazen que entrena en el ir de la contemplación a la acción cuando el dojo se cierra  a mis espaldas.

Uno piensa que zazen es “nada más” que lo que hemos escuchado mil veces repetido pero es cierto que también es la “reproducción” fiel y exacta de la Creación en su viaje de ida y vuelta y vuelta a comenzar: Nada-acto-nada. Silencio-sonido-silencio. Vacío-forma-vacío. Por descontado que esto que digo no es lo que Es pero no se me ocurre cómo decirlo para que las palabras se ajusten a la realidad y como a buen entendedor pocas palabras le bastan...

Kinhin es como si fuera el acto, sonido y forma entre sentarse y sentarse. Es ahí donde vemos cómo ponemos en pie y en marcha el zazen de todos los días: algunas veces posamos el pie como pidiendo perdón y permiso, otras arrasamos como elefante en una cacharrería, otras más no se sabe si parece que avanzamos o nos queremos quedar, temblando de miedo...

Sea como sea, que para cada cual es de una manera y de cada vez es distinto, la próxima vez que la campanita haga “dinnnngggg” y toque kinhin, mira a ver si corres o caminas, si tus pasos suenan como el cristal o como la tormenta o sólo hacen ruido o ni se notan o empujas al de delante o frenas al de detrás.....



¿Cuál es tu oficio?


En serio...........

La oposición existente entre los antiguos oficios y la industria moderna constituye en definitiva un nuevo caso particular, una especie de aplicación de la oposición de los dos puntos de vista, el cualitativo y el cuantitativo, predominantes respectivamente en aquéllos y en ésta.

Para darse cumplida cuenta de ello, conviene apuntar, en primer lugar, que la distinción entre las artes y los oficios, o bien entre el "artista" y el "artesano", es en sí una aportación específicamente moderna, como si hubiera nacido de la desviación y de la degeneración que han terminado por sustituir por doquier la concepción tradicional por la profana.

Para los antiguos, el artifex es el hombre que ejerce un arte o un oficio indistintamente, pero, en realidad, no es ni el artista ni el artesano en el sentido que estas palabras han cobrado hoy en día (tanto más cuanto que el término contemporáneo); es algo más que uno y otro porque, al menos originariamente, su actividad está unida a unos principios de orden mucho más profundo.

Si los oficios incluían entonces a las artes propiamente dichas que no presentaban ningún rasgo distinto importante respecto a ellos, es porque su naturaleza era verdaderamente cualitativa, ya que nadie se atrevería a negarle al arte una naturaleza que tiene por definición; el problema es que, precisamente debido a ello, los modernos, desde la abreviada concepción que se hacen del arte, lo relegan a una especie de ámbito cerrado que no tiene ya la menor relación con el resto de la actividad humana, es decir, con toda lo que ellos consideran constitutivo de lo "real', en el muy grosero sentido que suelen dar a dicho término; llegan incluso hasta a calificar tal arte, despojándolo de todo alcance práctico, como "actividad de lujo", expresión verdaderamente característica e lo que, sin ninguna exageración, podría llamarse la "estupidez" de nuestra época.



Como lo hemos reiterado, en toda civilización tradicional, cualquier actividad humana, sea ésta cual fuere, se considera como derivada esencialmente de los principios vigentes; esto, que es cierto fundamentalmente para las ciencias, extiende igualmente su validez al ámbito de las artes y de los oficios, dándose por añadidura una estrecha conexión entre éstos y aquéllas, ya que, según la fórmula que los constructores de la Edad Media elevaron a la categoría de axioma fundamental, ars sine scientia nibil, aludiéndose con ello, como es natural, a la ciencia tradicional y no a la profana, cuya aplicación no puede originar más que la industria moderna.

 Este vínculo con los principios provoca una especie de "transformación" en la actividad humana y, en lugar de quedar reducida a lo que es como simple manifestación externa (lo que en definitiva constituye el punto de vista profano), pasa a integrarse en la tradición, constituyendo así, para aquel que la realiza, un medio de participación efectiva en ella, lo que significa que reviste un carácter estrictamente "sagrado" y "ritual". Esta es la razón por la que ha podido afirmarse que, en una civilización como ésta, "cada ocupación es un sacerdocio";



para evitar dar a este último término una extensión tal vez un poco inadecuada, por no decir excesiva, tal vez sería mejor decir que en ella misma se encuentra el carácter que, al establecerse la distinción entre "sagrado" y "profano", inexistente en un principio, sólo ha perdurado en las funciones sacerdotales.

Para apreciar convenientemente este carácter "sagrado" de toda actividad la actividad humana, incluso desde el simple enfoque exterior o exotérico, bastaría con considerar, por ejemplo, una civilización como la islámica o la cristiana durante la Edad Media, en las que incluso los actos más ordinarios de la existencia tenían siempre un algo "religioso". Ello se debe al hecho de que, en estos casos, la religión no es una cosa restringida y considerablemente limitada que ocupa un lugar aparte y que carece de influencia sobre el resto de los órdenes como es en la actualidad para los occidentales (o al menos para aquellos que todavía consienten en admitir una religión); por el contrario, en las referidas civilizaciones, la religión penetraba en toda la existencia del ser humano, o mejor dicho, todo cuanto constituye dicha existencia y particularmente la vida social se encontraba englobado en su ámbito de forma tal que, en realidad, no podía existir nada "profano" salvo para aquellos que, por una razón u otra, permaneciesen apartados de la tradición y cuyo caso no reflejaba entonces más que una situación anómala.

Por otra parte, allí donde la palabra "religión" no puede ya aplicarse estrictamente a la forma de civilización que se considere, existe empero una legislación tradicional y "sagrada" que, a pesar de tener diversas características, cumple exactamente el mismo papel; por tanto, estas consideraciones pueden aplicarse sin excepción a cualquier civilización tradicional.

Hay algo más: si del exoterismo pasamos al esoterismo (empleamos estas palabras simplemente por comodidad a pesar de que no convengan con el mismo rigor en todos los casos), podemos reparar, en líneas generales, en la existencia de una iniciación vinculada con los oficios y que toma a éstos como base o "soporte"; por tanto, es preciso que estos oficios sean una vez más susceptibles de adoptar una significación superior y más profunda para poder proporcionar efectivamente una vía de acceso al ámbito iniciático, siendo obviamente su carácter esencialmente cualitativo el que lo permite.

Tal vez sea la noción conocida en la doctrina hindú con el nombre de swadharma la que mejor nos aclare cuanto antecede; efectivamente, se trata de una noción completamente cualitativa puesto que se refiere a la realización, por parte de cada ser, de una actividad acorde con su esencia o con su naturaleza propia, estrechamente vinculada pues con el "orden" (rita) en la acepción explicada anteriormente; también es esta noción, o mejor dicho su ausencia, la que marca claramente el error en el que caen tanto la concepción profana como la moderna. En efecto, en ésta, un hombre puede adoptar cualquier profesión e incluso puede cambiarla a su capricho, como si esta profesión fuese algo completamente exterior a él, sin un vínculo real con lo que verdaderamente es, con cuanto le hace ser él mismo y no otro.

Por el contrario, en la concepción tradicional, cada uno debe cumplir la función a la que le destina su propia naturaleza, con las aptitudes determinadas que implica esencialmente; no puede desempeñar otra sin que ello suponga un grave desorden que habrá de repercutir sobre toda la organización social a la que pertenece; perturbar el propio medio cósmico, dado que todas las cosas están vinculadas entre sí por una serie de rigurosas correspondencias. Resumiremos pues cuanto acabamos de decir sin insistir más por el momento sobre este último punto que todavía podría aplicarse con mayor amplitud a las condiciones de la época actual: en la concepción tradicional son las cualidades esenciales de los seres las que determinan su actividad, en cambio, la concepción profana prescinde de dichas cualidades por no considerar a los individuos más que como "unidades" intercambiables y puramente numéricas.

Lógicamente, esta última concepción no puede desembocar más que en el ejercicio de una actividad meramente "mecánica" en la que ya no subsiste nada verdaderamente humano y efectivamente esto mismo es lo que podemos observar en la actualidad; es evidente que los oficios "mecánicos" cultivados por los modernos, constitutivos de la industria propiamente dicha y mero producto de la desviación profana, en modo alguno podrían ofrecer alguna posibilidad de orden de orden iniciático y asimismo, que ni siquiera pueden aspirar a ser algo diferente de los meros obstáculos que dificultan el desarrollo de cualquier tipo de espiritualidad; a decir verdad, ni siquiera pueden ser considerados como verdaderos oficios si es que quiere conservarse en la palabra el valor que le confiere su sentido tradicional.

Si el oficio es algo que pertenece al hombre en sí, representando en cierto modo una manifestación o expansión de su propia naturaleza, nos resultará fácil comprender hasta qué punto puede servir de base a una iniciación e incluso el hecho de que, en la mayor parte de los casos, sea lo que mejor se adapta a este fin. En efecto, si la iniciación se propone esencialmente superar las posibilidades del individuo humano, no menos cierto es que no puede parir más que de este individuo tal y como es, aunque, naturalmente, lo considere por, digamos, su lado superior, es decir, apoyándose en l más cualitativo de su naturaleza; de aquí se deducen la diversidad de vías iniciáticas, es decir, es definitiva, la multiplicidad de los medios puestos en funcionamiento en concepto de "soportes", según la diferencia existente entre las diversas naturalezas individuales, si bien esta diferencia habrá de intervenir posteriormente tanto menos cuanto que el ser en cuestión avance más por su camino aproximándose así a una meta idéntica para todos.

Tales medios no pueden ser eficaces más que si verdaderamente corresponden a la propia naturaleza de los seres a los que se aplican y, al tener que progresar de lo más a lo menos accesible, desde el exterior hasta el interior, parece normal adoptarlos en la actividad por la que esta naturaleza se manifiesta hacia afuera. No obstante, es evidente que esta actividad sólo puede desempeñar tal papel en la medida en que efectivamente traduce la naturaleza interior; hay, pues, aquí una verdadera cuestión de "cualificación", en el sentido iniciático de dicho término, cuando en condiciones normales esta "cualificación" debería ser exigida antes del propio ejercicio del oficio. Al mismo tiempo, esta cuestión roza la diferencia fundamental que separa a la enseñanza iniciática, e incluso a toda la enseñanza tradicional, de la enseñanza profana: cuanto se aprende sencillamente del exterior carece aquí de todo valor y ello sea cual fuere la cantidad de nociones que hayan sido acumuladas de esta forma (pues también en esto el carácter cuantitativo aparece con toda claridad en el "saber" profano); se trata de "despertar" las posibilidades latentes que el ser lleva en sí (y esta es en definitiva la auténtica significación de la "reminiscencia" platónica).

Estas últimas consideraciones también nos pueden servir para comprender en qué forma la iniciación, tomando el oficio como "soporte", tendrá simultánea e inversamente una cierta repercusión sobre el ejercicio de dicho oficio. En efecto, sólo después de haber realizado plenamente el ser las posibilidades de las que su actividad sólo constituye una expresión exterior y de poseer así el conocimiento efectivo de lo que constituye el principio mismo de esta actividad, podrá cumplir conscientemente lo que no era antes sino una consecuencia completamente "instintiva" de su naturaleza; así, pues, si el conocimiento iniciático es para él algo nacido de su oficio, éste, a su vez, pasará a ser el campo de aplicación de este conocimiento del que no podrá verse separado. Habrá entonces perfecta correspondencia entre el interior y el exterior de manera que la obra producida podrá ser, no ya solamente la expresión de aquel que la haya concebido y ejecutado en un grado cualquiera u en una forma más o menos superficial, sino su expresión verdaderamente idónea, es decir, la "obra maestra" en el genuino sentido de la palabra.

Así puede apreciarse fácilmente hasta qué punto el verdadero oficio dista de la industria moderna, llegando a constituir, como quien dice, conceptos contrarios, y cuán desgraciadamente cierto es el hecho de que, en el "reino de la cantidad", el oficio haya pasado a ser una "reliquia del pasado", como lo afirman los satisfechos partidarios del "progreso". En el trabajo industrial el obrero no puede poner nada de sí mismo e incluso sería disuadido si tuviese la más pequeña veleidad de hacerlo; mas, por otra parte, es imposible puesto que toda su actividad no consiste más que en accionar una máquina, y además la "formación", o más bien la deformación, profesional que ha recibido le hace completamente incapaz de toda iniciativa; en efecto, tal "formación" constituye hasta cierto punto la antítesis del antiguo aprendizaje pues su objeto es enseñarle a ejecutar ciertos movimientos "mecánicamente" y siempre de la misma forma, sin tener por qué comprender su objeto ni por qué preocuparse del resultado ya que es la máquina y no él la encargada de fabricar el objeto; como servidor de la máquina el propio hombre debe convertirse en máquina, dejando su trabajo de ser verdaderamente humano por no implicar ya la puesta en funcionamiento de ninguna de las cualidades estrictamente constitutivas de la naturaleza humana.

Todo esto desemboca en lo que la jerga al uso llama la fabricación "en serie" y cuyo objeto no es otro que el de producir la mayor cantidad posible de objetos idénticos entre sí y destinados a ser usados por unos hombres que asimismo se suponen idénticos; he aquí de nuevo el triunfo de la cantidad que, como decíamos antes, resulta por ello mismo ser también el triunfo de la uniformidad. A estos hombres reducidos a la calidad de simples "unidades" numéricas se les pretende instalar, no diremos que en casa, pues la palabra sería de todo punto inadecuada, sino en una serie de "colmenas" de apartamentos trazados por un mismo patrón y amueblados con esos objetos anteriormente fabricados "en serie" cuyo objeto aparente es eliminar del medio en el que han de vivir toda la diferencia cualitativa.

Basta con examinar los proyectos de ciertos arquitectos contemporáneos (que califican ellos mismos a estas viviendas como "máquinas de habitar") para darse cuenta de que no exageramos en absoluto: en todo este proceso, ¿qué ha sido del arte y de la ciencia tradicional de los antiguos constructores y de las reglas rituales que rigen el establecimiento de las ciudades y la construcción de edificios en las civilizaciones normales?

Sería inútil insistir en ello porque haría falta ser ciego para no parar mientes en el abismo que separa a éstas de la civilización moderna y, ciertamente, todo el mundo estará de acuerdo en reconocer la magnitud de la diferencia.

El caso es que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos celebra, como si de un "progreso" se tratase, aquello mismo que para nosotros constituye por el contrario una profunda muestra de decadencia, pues éste no es más que uno de los efectos del continuamente acelerado movimiento de caída que arrastra a la humanidad moderna hacia esos "bajos fondos" donde reina la cantidad pura.