Cuando a él se le hizo una herida grande en el corazón, tan grande que casi lo mata, lo asistieron todas las brujas, sanadoras y curanderas de la zona. Unas le
prestaron su fuerza, otras le limpiaron el aura y otras le auguraron una larga
y feliz vida a pesar de todo o precisamente por eso. Acertaron todas. Por sanadoras o por casualidad.
A ella, testigo impotente de esta aventura sólo hasta cierto punto ajena, le pasó que pasó a sentir la vida como desconocida; que le parecía que los
días se desgranaban cada uno con sus pequeños acontecimientos, risas y
sonrisas de siempre y todo parecía que seguía igual, y sin embargo todo era
distinto, como si estuviera hecho de una materia más leve y ligera a
la que no terminaba de acostumbrarse.
Y comprendió algunas cosas y no del todo.
Comprendió, por ejemplo, que la vida y la muerte
eran algo para ser observado despacio y sin juicios ni previos ni posteriores. Porque desde siempre le habían dicho (y lo había creído como creía todo cuanto la decían, mujer de mucha fe) que la muerte era mala
y a ella, ahora, le parecía que a lo mejor no era para tanto. No quería decirlo en alto
porque en cuanto se lo decía a sí misma el pensamiento se le volvía angustia. Pero si se callaba y dejaba que hablaran sus
sensaciones, entonces le parecía que morir no era más que un paso (como él le
había confesado cuando estaba a medias tintas) y que lo malo de irse era que los de verdad compañeros de vida lo hacían difícil llorando y desesperándose y sumiéndose en esa soledad triste que no es la soledad normal y corriente.
Comprendió un
poco de lejos -porque después de todo la muerte finalmente no se lo llevó- la importancia de saber despedir, hasta la vista, a quienes se ama.
Aún con
todo y con eso, sus propias sensaciones la asustaban porque pensaba que no
tenían la veracidad completa y obvia de la tormenta que llueve, por ejemplo.
Y pensaba que, de todos modos, no tenía ninguna intención de que él muriera
antes que ella, ni después, si a eso vamos, mejor juntos para echarse una mano
en los mundos desconocidos. Y sospechaba que si se ponía un poco arrogante con
eso de que al fin y al cabo la muerte no era tan espantosa, igual a los dioses
se les ocurría ponerla a prueba y ella tenía mucho miedo a los dioses cuando se
ponían en ese plan, que bien se sabe que pueden ser crueles hasta decir basta.
Sin embargo y a pesar de todos esos sentimientos encontrados y mezclados como
si fueran un puzzle antes de empezar a montarlo, a ella le seguía pareciendo
que el mundo, el tiempo y las cosas habían cambiado de sustancia y estaba
sorprendida, confusa y como demasiado ligerita para su gusto. Porque además,
claro, eso lo decía ella que después de todo no había pasado rozando la muerte
como él. Y, claro, así es muy fácil hablar y filosofar, ¿no?, que ya lo decía
una vieja frase de una vieja poesía que había aprendido hacía mucho tiempo: “... porque
ser hombre obliga compañero a que lo dicho lo tengas que hacer luego verdadero”.
Y ahí estaba la madre del cordero, o la cuestión fundamental, vaya. Que hablar
es fácil, pero hacer… o sea lo que se dice que la palabra se haga carne... eso ya es
harina de otro costal. Y entonces lo miraba con ternura porque en ese tiempo su
compañero estaba lo que se dice pero que bien tocado en el centro mismo de su
ser: el corazón. O, como él decía, el Emperador, que es que tenía la costumbre de hablar de las cosas como hablan los chinos y su medicina y ellos decían que
las enfermedades del Emperador no se ven hasta que estallan.
Y es verdad,
pensaban los dos sin saber que lo estaban pensando al tiempo, que cuando el
corazón dice “me aburro”, que es lo que viene a ser un infarto, hay que hacerle
caso y empezar (y seguir) a cambiar cosas para que no se repita la tontería si es que uno no quiere que se repita.
El
caso es que él salió a los no muchos días y aparentemente normal del todo, tanto
que parecía que no había pasado nada, pero sí que había pasado y durante un
tiempo largo se lo pasó cuajadito de miedo y sin apenas fuerzas para moverse no
fuera a ser que le pidiera demasiado al motor de su vida y se le volviera a atascar. Hasta que dale que dale, terco, a mirar en dónde se había equivocado, lo
descubrió. En fin. Que no fue un final sino un principio. Ahí fue que empezó a
vivir como su dios de dentro le mandaba y hasta hoy.
6 pensamientos +:
¿Qué se puede decir? Una entrada, como siempre, de la que aprender y con la que disfrutar.
Cuídate.
Si me pongo gorda como un pavo real te voy a echar la culpa. Que lo sepas ;)
Hasta que no miras a los ojos a la muerte no se sabe realmente lo que es la vida...ni empiezas a valorarla como se merece.
Doy gracias a Ladrón de Guevara por descubrirme esta entrada gracias a uno de sus links en facebook.
Un saludo.
Oski.
Gracias Oski ^^ yo también te conocí a través de Ladrón y me gustó tu blog que aprovecho para recomendar:
http://utopiaendiasrojos.blogspot.com.es/
Un abrazo
Hasta la lealtad tendrás que abandonar.
No lo descarto pero prefiero que sea en otra vida. Mi ego aprecia profundamente la lealtad, que, por cierto, más de una vez es un lastre y un error gravísimo.
Saludos Anónim@
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