Una vez un se armó un pequeño escándalo en un monasterio Zen cuando uno de los monjes encontró a su maestro, el abad, tirando piedras a unos ciervos que se habían acercado al recinto. El monje se sintió demasiado avergonzado para decir nada a su maestro de modo que se retiró en silencio.
Más adelante, le incomodaba tanto lo que había visto que no pudo evitar mencionarlo a sus compañeros, quienes se mostraron escandalizados por el comportamiento del abad. ¿Acaso no es la esencia del budismo el tener una actitud de amabilidad amorosa hacia todos los seres vivos? ¿Cómo podía un maestro zen actuar así y seguir siendo considerado maestro zen?
Al final, después de varios días, uno de ellos se armó de suficiente valor para pedirle explicaciones al maestro.
El maestro le replicó: “He visto a esos ciervos por aquí varias veces recientemente y me preocupaba la posibilidad de que adquiriesen esta costumbre porque los cazadores los encontrarían y los matarían con toda seguridad. Así que les eché unas piedras para ahuyentarlos”.
Y tantas veces justo quien nos tira piedras que nos duelen, y de las que nos lamentamos, es quien nos salva de una muerte segura y dolorosa y estúpida...
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