En el zen se da mucha importancia a la forma de comportarse. A las palabras que hay que decir y las que no; a cuándo a quién y a cómo. El zen es exquisito y delicado con todo lo que existe. Y contundente. A los mayores se les debe respeto. A los niños ternura y educación. A los iguales la distancia debida. El fuerte protege al débil alentando el crecimiento de su fuerza, no perpetuando su debilidad con mimos que victimizan. La gente de la Vía no siente pena por quienes sufren. Siente compasión, o mejor, siente Compasión que, muchas veces, la verdad, parece más bien una venganza. Como la vida misma.
Hoy me he dado cuenta de cuántas veces, y con cuánta fealdad, he faltado a la cortesía debida, al respeto debido a los mayores, a los menores, a los iguales. Yo, que me reconozco (encantada) adoradora de la Belleza he dicho cosas feas y de forma fea. Y lo siento mucho. Un rabino diría, sin intentar consolarme, que esto, y así, es "el don del arrepentimiento". Pues, por muy "don" que sea, no tiene ninguna gracia aunque reconozca que algo se me ha limpiado por dentro.
También sé que los días de "diminutas iluminaciones" son de esta manera. Tomo conciencia -a veces dolorosamente, otras con júbilo- de algunas pequeñas cosas. Después nada vuelve a ser igual. Pero con un ánimo más tierno, que diría Dogen, cada vez más tierno.
Como algunos os encontráis entre los iguales a quienes he faltado al respeto aunque haya sido sutilmente... mis disculpas.
Decir que lo hice como buenamente supe y pude no me justifica, pero sí explica que en el momento que sucedió yo no daba para más.
Por lo mismo se me ha maltratado más de una vez. El error del otro no es asunto mío. Lo mío es no consentirlo porque yo también estoy obligada a tratarme con delicadeza. Sin apegos, claro ;-))
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