Nuestro cuerpo puede enseñarnos todo cuanto necesitamos saber. En primer lugar ha de encontrar el equilibrio y, una vez encontrado, nuestra propia forma de avanzar sobre la Tierra nos mostrará el siguiente paso a dar.
En la práctica de zazen cada sesión finaliza, tarde o temprano, con el sonido de una campana. Indica que ha llegado el momento de abandonar el zafu y ponerse a caminar. Este caminar ceremonial no es un paseo ni un descanso sino que es meditación andando. La misma concentración y atención desarrolladas mientras estábamos sentados las extendemos ahora a la acción.
En kinhin andamos uno detrás de otro prestando atención a las plantas de los pies, a la posición de las manos, a la inspiración durante la que avanzamos, a la espiración durante la que permanecemos inmóviles sobre uno de los pies mientras el otro, aún pegado a la tierra, no la presiona, tan solo reposa sobre ella. En kinhin podemos darnos cuenta de que no es lo mismo mantenerse centrado y equilibrado cuando estamos en zazen que cuando hay que levantarse y ponerse en acción.
A algunos nos cuesta pasar del estado sereno de la meditación a la actividad. Nos cuesta pasar del precioso silencio al ruido y al movimiento. Nos apegamos a ese estado y desearíamos que no terminara, no tener que volver a la arena del circo. Pero dentro del dojo y aunque nos atreviéramos a poner mala cara (que ni se nos ocurre), nadie nos da ni la más mínima cancha. Como mucho el responsable "compasivo" nos dirá: "Concentráos en vuestros pasos". Puede ser que, si hacemos caso, apreciemos entonces, la belleza de los diminutos pasos de hormiga con peso de elefante de kinhin. Pudiera ser que nos diéramos cuenta de que es toda una enseñanza para la vida de fuera: que cuando es el momento de andar, se anda, da igual si me "apetece" mucho o nada.
Que vamos delante de algunos y detrás de muchos.
Que sigo las huellas del de delante y que no puedo flaquear por el de detrás. Que lo hacemos como hay que hacerlo y porque hay que hacerlo.
Que primero es un pie el que nos sujeta y sostiene y luego el otro, pero que necesitamos de los dos (valdría decir, por ejemplo, la razón y la emoción).
Que mientras todo esto sucede no olvido mis manos: la una en un puño, símbolo de la determinación férrea del praticante de zazen, envuelta suavemente por la otra, símbolo de la delicadeza que se nos supone.
Y que con cada paso que doy, al apoyar el pie en la tierra, sobre esa pierna, me reconstruyo y enderezco entera con total dignidad.
Que kinhin es la expresión más bella de la confianza que tengo en que la Madre Tierra siempre estará bajo mis pies. Porque la Tierra prometió sujetarme y el Cielo prometió no desplomarse sobre mi cabeza. Lo aseguran los celtas. Compruébalo tú mism@ en el siguiente kinhin.
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