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No es que cada uno de nosotros tengamos un alma, sino que pertenecemos a un alma más grande, muy grande, enorme. Ella, como el propio Dios, se da, se regala, se olvida de sí misma y así transforma la realidad y la hace hermosa, bonita de vivir.
Cambia el juicio por aprecio del esfuerzo. Lo convierte en paciencia y esperanza en que cualquier error (propio o ajeno) nos conducirá, seguro, a la otra orilla.
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