Nos hemos preguntado casi todos en algún momento dentro del dojo y con una intensidad tan completa que ha faltado poco para que nos levantáramos y saliéramos por la puerta.
Faltó ese poco.
El quedarnos es signo inequívoco de pertenencia. No nos vamos porque el lugar retiene y reclama a los suyos. Puede más que nosotros. Sabe más de nosotros que nosotros mismos. Así que pudiera ser, y de hecho sucede, que yo lograra juntar el valor necesario para darme la vuelta y dejar de practicar zazen. Pero, una vez pisado un dojo, el zen me marca para siempre aun cuando nunca más vuelva.
Cualquier sonido que vuelva a escuchar será de metal, de madera o de campana y será una llamada para volver a casa.
Volvemos, siempre volvemos aunque pasen mil años. No hay vuelta atrás, se hace tierra el punto de no retorno.
Cualquiera que haya escalado una montaña, aunque sea pequeña y bajita, sabe que hay un punto a partir del cual lo único que uno puede hacer es seguir. O quedarse quieto para siempre y morir allí, pero dar la vuelta es imposible. Aunque lo deseáramos, que lo desearemos, con todas nuestras fuerzas.
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Eso sí: tras el zazen me queda bien claro para qué vencí la pereza de ir y de entrar.
El mundo, al salir, se ha vuelto más amable, más humano, menos malo, igual que yo. Y disfruto de la charla risueña con los compañeros, de la luna que haya en el cielo, de la esperanza del día siguiente serena y sin aspavientos...cosas.
Menos mal que muchos alguienes transmitieron esta práctica!
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