Por la costumbre que tengo de leer autores que están lejos de mis posiciones ideológicas (aunque solamente sea por entablar un buen debate silencioso y unilateral), de vez en cuando me encuentro con reflexiones que puedo suscribir en muy buena medida o incluso totalmente. Ésta es una de esas veces.
Personalmente el éxito me cae bien y resulta muy agradable pero me parece que está sobrevalorado. Como tantas otras cosas pero eso lo dejo para otro día. Esta entrada ya es lo suficientemente larga para un blog.
Tal vez porque alcancé el éxito (o lo que el mundo entiende por éxito) siendo muy joven, he tenido ocasión de reflexionar mucho sobre su naturaleza. La vanidad nos hace creer que el éxito -cuando es propio- es consecuencia natural (y justísima) de nuestros merecimientos; y el resentimiento nos hace creer que el éxito ajeno es consecuencia de la fortuna (y, por lo tanto, injusto o siquiera arbitrario). Ambas consideraciones son erróneas, y en el fondo hijas de la misma insidiosa malignidad. El éxito, en puridad, no es más que la recompensa que el mundo nos concede cuando se siente halagado por nuestros actos; y nuestra envidia del éxito ajeno no es sino deseo de participar de ese halago. Con esto no quiero decir que quien disfruta (o más bien padece) el éxito no lo merezca, o que para alcanzarlo se haya resignado a halagar al mundo; por el contrario, creo que hay personas exitosas que poseen prendas admirables, del mismo modo que creo que no todas las personas exitosas han querido halagar al mundo a sabiendas. Pero esto es lo de menos; pues lo que caracteriza el éxito no es lo que nosotros somos, sino lo que desde fuera se percibe de nosotros. El éxito es siempre mendaz, porque no depende de nuestros merecimientos; quienes lo alcanzan, como quienes lo persiguen sin llegar nunca a alcanzarlo, son víctimas del mismo espejismo.
Esta falacia del éxito es algo de lo que cuesta mucho darse cuenta. Quien alcanza el éxito tiende a emborracharse con él, pensando que todos los honores y reconocimientos que recibe son pocos; y quien pugna en vano por alcanzarlo percibe el fracaso como una amputación o un despojo inicuo, más lacerante todavía cuando contempla que otros han alcanzado el éxito sin apenas esfuerzo (o, en todo caso, con un esfuerzo no mayor que el suyo). Aquí reside la malignidad del éxito, y la razón por la que resulta a la larga tan destructivo, tanto para quienes lo disfrutan (o padecen) como para quienes lo anhelan. Aceptar que el éxito es mendaz, que el aplauso del mundo no es consecuencia de nuestra genialidad sino del provecho que el mundo saca de nosotros, es una durísima prueba a la que pocos están dispuestos a enfrentarse.
Casi todas las personas que han alcanzado el éxito llegan a desarrollar la creencia absurda de que es una gratificación debida; por eso, cuando su éxito decae o palidece, se dan de coscorrones contra las paredes, incapaces de entender su desgracia. Hay también una minoría de personas exitosas más conscientes que llegan a captar que el éxito alcanzado es la consecuencia directa de haber halagado al mundo; pero suelen tornarse cínicas, y siguen dando al mundo lo que al mundo le halaga, pues el éxito ha generado en ellas adicción. Lo mismo ocurre entre las personas 'fracasadas': la mayor parte concluyen que su fracaso es hijo de la ingratitud de un mundo que se niega a recompensar su talento; y los pocos conscientes de que su fracaso es la expresión del rechazo del mundo se esfuerzan desesperadamente por halagarlo, mendigando esa recompensa que se les escamotea.
Yo alcancé el éxito a una edad temprana; e, ingenuamente, pensé al principio que lo había alcanzado por merecimientos propios. Con el paso del tiempo, llegué a descubrir que mis merecimientos (reales o ficticios) nada tenían que ver con mi éxito; y que, si deseaba retenerlo, tendría que esforzarme en halagar al mundo. Esto solo se puede lograr de dos maneras: mediante la asimilación del espíritu del mundo o mediante el fingimiento constante.
Y, luego, en fin, está el repudio del éxito, el rechazo del éxito como algo despreciable y envilecedor. La senda que conduce al repudio del éxito ha sido transitada por muy pocos hombres: es incómoda y áspera, porque exige abajamiento y en el hombre hay una tendencia natural a ascender; es cruel y oprobiosa, porque a quienes por ella se internan solo les aguarda el vituperio del mundo. Todos los días le pido a Dios su asistencia para adentrarme en ella.
Juan Manuel de Prada para XL Semanal