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La decimotercera hora

  
Leyendo el intercambio entre Roberto Poveda y Anónimo-Ned Flanders a la entrada ¿promesas falsas?, recordé lo que Pierre Dokan Crépon explica acerca de la decimotercera hora. Por ello, gracias a los dos y disculpas solicitadas por la extensión del texto.

"En este teisho, voy a comentar una frase del maestro Dôgen. Apoyarse en las palabras del dharma –frases extraídas de los sutras, palabras de los maestros del zen– y dejar que se desarrollen es una buena forma de estudiar la Vía. Las máximas de los maestros son puntos de apoyo que nos permiten elevarnos. Son también puntos de anclaje que nos impiden perdernos. Cuando profundizamos en la práctica, de la misma manera que se establece intimidad con el zafu, con el cuenco, también se establece intimidad con las palabras de los maestros. Todo ello forma parte de la materia del dharma, incluso si no se puede decir que haya verdaderamente materia en el dharma.

La frase que voy a comentar es de un texto del Shôbôgenzô de Dôgen titulado Hakujushi, que significa «el roble». Este texto gira en torno al maestro Joshu y trata, en particular, el famoso mondo en el que un monje le pregunta: «¿Por qué vino Bodhidarma al Oeste?» Y Joshu contesta: «Un roble delante del jardín.» Esta pregunta sobre la llegada de Bodhidharma se ha planteado a menudo y ha suscitado muchas respuestas. De cualquiera de las maneras la frase de la que voy a hablar está al final del texto y no está en relación directa con ese mondo. Para comprenderla es necesario explicar un aspecto cultural: en China y en Japón el día se divide tradicionalmente en 12 horas, en lugar de nuestras 24 horas. Cada hora, o cada período, está representado por un signo del zodiaco chino: tigre, buey, rata, conejo, etc. El día empieza por la hora de la rata que va de las 23h a la 1h, después la hora del buey, etc.


Ésta es la frase en cuestión. Dôgen dice: «Tratándose del momento en el que el roble hace realidad el estado de Buda, a pesar de que sea en el seno de las doce horas, es además en el seno de la decimotercera hora».


La decimotercera hora está fuera de las doce horas del día. Es un tiempo fuera del tiempo, fuera de ese tiempo que fluye a lo largo del día. Es el mundo fuera del mundo. La decimotercera hora es la hora del espíritu religioso, la hora del espíritu místico, la hora de Bouddha.


Nuestra práctica se sitúa en el seno de la decimotercera hora. Si no fuera así, pertenecería a las doce horas del día y nuestra práctica sería una práctica mundana. En ese caso zazen sería solo gimnasia con efectos psicosomáticos y participar en el samu sería semejante al voluntariado. Pero la práctica del Despertar no es eso: zazen no es solo cruzar las piernas y ponerse en una postura, es vestir el kesa, vestir la decimotercera hora. Así ocurre con cada momento de la práctica que se reviste con la dimensión religiosa.


Pero, al mismo tiempo, nuestra práctica tiene lugar también en el seno de las doce horas de este mundo, de este tiempo que fluye. No está en otra parte, no es una religión de otro momento. No está ni antes ni después. Es una práctica de hoy. A menudo pensamos que antes era mejor. En los tiempos del maestro Deshimaru era mejor, en los tiempos del maestro Dôgen era mejor, en los tiempos del Bouddha Shakyamuni era mejor. Es un sentimiento humano. Antes era el paraíso. Es la nostalgia de los orígenes. Los integristas religiosos quieren volver a la época de los inicios de su religión. O, si no, se piensa que luego será mejor. Luego llegará el Mesías. Luego habrá una revolución y todo el mundo será feliz. Pura escatología. Cuando consiga hacer la postura del loto, cuando haya resuelto este problema, podré practicar de verdad la Vía.


En época de Dôgen la creencia de vivir un período de degeneración de la Ley estaba muy extendida. Se trataba de la teoría según la cual la Ley de Buda se debilita progresivamente a lo largo de varios períodos. Encontramos una visión semejante en la teoría india de las diferentes edades cósmicas. La gente decía: «Vivimos en un período de degeneración, no podemos alcanzar el estado de Buda.» Por eso en aquella época se desarrolló en Japón el amidismo predicado por Honen y luego por Shinran: el mundo vivía en una tal degeneración que no se podía practicar la Ley de Buda y, según el amidismo, la única posibilidad era encomendarse al Buda Amida que había hecho voto de salvar a todos los seres.


Pero la enseñanza de Dôgen es diferente, dice: «No, ahora en este período de degeneración de la ley se puede alcanzar el estado de Buda». En el seno de este período de tiempo, ahora, en el seno de las doce horas, se puede practicar. Ni antes, ni después, en el seno de ahora. Practicar en el seno de las doce horas significa la práctica cotidiana: la hora de levantarse, la hora de zazen, la hora de las ceremonias, la hora de la guen mai, del samu, etc. Cada momento de estas doce horas es el momento de alcanzar el estado de Buda. Lo que significa igualmente no escapar de uno mismo, no escapar del propio cuerpo. Con este cuerpo que se cansa al cabo de los años, que envejece, se alcanza el estado de Buda.


Pero, además, está en el seno de la decimotercera hora. Es como la frase que dice: «A lo largo de sus cuarenta y ocho años de predicación, Shakyamuni nunca pronunció ni una palabra.» Están las doce horas que son todos los sutras, los del Hinayana, los del Mahayana, todo el Canon búdico en el que están anotadas las enseñanzas de Shakyamuni y, al mismo tiempo, está la decimotercera hora en la que «Shakyamuni nunca pronunció ni una palabra».


Leéis las palabras del Buda y, al mismo tiempo, comprendéis que no se ha pronunciado ninguna palabra. Es el momento en el que el roble hace realidad el estado de Buda. El roble es Joshu, soy yo, sois vosotros, es cada uno de nosotros. El roble con su piel, sus huesos, su médula, es semejante a nosotros con nuestra corteza, con nuestra madera y nuestra savia cuando hacemos realidad el estado de Buda.


Realizar el despertar es el despertar que se hace realidad, pues el despertar no es nada más que su realización. Bodhi no existe al margen de la realización de Bodhi, Dios no existe al margen de la realización de Dios. Ese momento está en medio de las doce horas y en medio de la decimotercera hora, está en medio de la forma, está en medio de la no forma. Por eso Dôgen dice: «hacer realidad el despertar es estar en el seno de las doce horas y en el de la decimotercera hora».


Lo que concierne al corazón de nuestra práctica no puede abordarse solo con mente discursiva, con lógica mundana, pero, al mismo tiempo, no es algo totalmente misterioso ni incomprensible. A este respecto Dôgen utiliza a menudo la expresión «comprender todo sin comprender». Porque pertenece al mismo tiempo al ámbito de las doce horas y al de la decimotercera."

Mafalda-sensei

   
(un koan a "nuestro estilo")





Será porque no tienen que faltar....
.. o porque lo cierto es que nunca sobra nadie....
... o porque a saber qué haríamos sin aquellos de los que querríamos vernos libres....
.... o porque si no estuvieran nos faltarían...
..... o los necesitamos para aparentar ser lo que nos gusta parecer que somos.......
  

¿Promesas falsas?

 
Suscrito de la cruz al punto (que se decía en otros tiempos). Los Hermanos Cervantes en Cómo diablos me transformo dicen que.......

"Unos viejillos pioneros meditaron más de la cuenta y descubrieron cosas que la gente normal por ahora no quiere descubrir.


Desde entonces, la meditación gira entorno a un esoterismo complicado. Es la “misa en latín” de nuestros días. Alejada del dominio convencional e idealizada por los pseudo-espirituales.


Les cuento una historia: Yo empecé a meditar para estar “iluminado” y purgar todos los problemas de mi vida.


La fantasía no me duró mucho. Mis aspiraciones grandilocuentes se disiparon y ahora tengo un motivo más realista: Medito para mantener mi cerebro saludable y lo más lúcido posible.


600 horas de meditación después, no me cabe duda que esta ha sido la práctica que más ha impactado mi forma de ver el mundo.


Pero como todo en la vida, hay un lado oscuro. Las promesas más atorrantes de la meditación pueden socavar tu transformación personal por largos días:


1. Serás espiritual y no religioso: Momificarte como imbécil 20 minutos al día no te hace más espiritual. La meditación no es una práctica espiritual ¡La vida es una práctica espiritual! Meditar sólo te ayuda a darte cuenta de eso.


2. Querrás dejarlo todo para entregarte a una vida de devoción célibe: La “espiritualización” de la meditación es parte de las razones por las que la gente “racional” le rehúye. Meditar es una simple técnica de concentración. Lo espiritual es la intención, pero tu intención puede empezar siendo mundana, carnal y ególatra.


3. Todo será color de rosa: Meditar te ayuda a mirar el lado espinoso de la vida con otros ojos. Pero las espinas nunca desaparecerán, más bien, se harán más presentes con tu práctica meditativa.


4. Destruirás tu ego: La meditación más bien engorda tu ego. Esta práctica te hace más consciente. Al percatarse de esto, tu ego dice: “Oh, qué inteligente soy, ahora tengo una consciencia que los demás no tienen.” Las tradiciones miran este fenómeno sólo como una fase en el camino hacia la iluminación. Pero para meditadores de 20 minutos al día como tú y yo, esta nueva egolatría podría durar… ¡Toda la vida!


5. Alcanzarás estados alterados de consciencia: Ten cuidado. Tu presunto “estado alterado de consciencia” podría ser otro escondite más para evadir tus esqueletos en el clóset.


Desde luego que estas no son promesas de la meditación. Son promesas de tu ignorancia. Y la promesa más burda de todas es el pecado de querer liberarte de la responsabilidad de tu transformación sólo porque cierras los ojos 20 minutos al día.


Sigue meditando, pero transfórmate en el camino."

Juanichi

    
De la mano de ZenSotoSevilla, Juanichi....... que completó el Trabajo de Morir. Últimamente nos visita demasiado la muerte.

Y no es el único que pudiera morir de la misma forma útil (aunque no lo parezca). Por eso, aunque tarde, lo dejo por aquí escrito. Para que no sea, si es posible, así de dura la utilidad de la muerte.

"El sábado murió Juanichi, Juan Perez, el compañero de la shanga Taiko Sogen.  Comenzó a practicar en los primeros momentos del dojo de Algeciras y desde entonces lo ha seguido haciendo con un flujo y reflujo que marcaba su intensa adicción a las drogas.  Cada uno de nosotros navega toda su vida sobre las olas de sus ilusiones.  Para algunos, como fue el caso de Juanichi, estas olas adquieren un carácter de tormenta perfecta.  Sin embargo su espíritu decidido hacía que una y otra vez se girara en dirección a la vía cuando la tormenta amainaba.  No puedo menos que expresar mi admiración y mi respeto por él.  A veces el trato con él no era fácil.  Era muy peculiar.  Hay muchas anécdotas que podríamos contar.  Yo tengo una que me gustaría referir.  Una noche durante una sesshin en la que compartíamos habitación, Juanichi a las dos de la mañana decidió que era el mejor momento para afeitarse la cabeza.  Encendió la luz de su cama, las luces del cuarto de baño y durante más de una hora se afeitó tranquilamente.  De nada sirvieron mis protestas.  Él trataba encima de hacerme entender las confusas razones por las que eso que estaba haciendo no se podía hacer en ningún otro momento.  Era el momento y yo tenía que entenderlo.  Fuera como fuera su comportamiento nadie podía molestarse con él.  Mantuvo en todo momento una especie de inocencia natural que lo protegía de nuestra ira. 
Ahora ya no está, el sábado fue hasta el fondo, su burbuja dejó escapar el aire, expiró hasta el final.  Tengo la confianza de que en ese instante todas sus ilusiones quedaron resueltas.  Hoy nosotros haremos una ceremonia en su memoria, haremos gassho, ofreceremos incienso y lo dejaremos partir completamente." Sin deudas.
 
Posted 16th January by
   

Volver a casa

  
Encontrar un dojo, ir al dojo, mantener la asiduidad... eso es activo y depende de ti.

Pero en el mismo momento que pones el pie izquierdo en el dojo e inclinas tu cuerpo en un umbral que no siempre percibes como frontera entre mundos, la cosa deja de ser activa para volverse del todo pasiva y receptiva. No sabes qué va a hacer contigo. Te llevará al infinito cabalgando el Gran Viento o te dejará del lado de acá, aburrido y sin sabores que paladear.

“Lo que tú sabes” parece caprichoso pero “lo que tú sabes” sabe más.

Y te lleva, aunque sea a la fuerza, cogiéndote de la mano. Sabe bien cómo hacer para no soltarla por muchos esfuerzos que hagas y te retuerzas y te niegues y te alejes. Porque "lo que tú sabes" conoce tu nombre y te ha reclamado. Eres suyo por consentimiento.

Tal vez porque en algún momento que ni recuerdas juraste ante sagrado ser fiel más allá de la fidelidad. O porque comprometiste tu honor (y cuánto suele importarnos el honor!) con una palabra que sólo tú sabes cuál es y que no le vas a decir a nadie porque también apreciamos el pudor.

Tú y yo sabemos que si seguimos en esto, tan árido, es porque por alguna parte del fondo de nuestra conciencia, sabemos que hay más aunque con el tiempo haya dejado de importarnos gran cosa dónde o cómo nos es dado vivirlo. Sabemos que en el dojo habita lo que hace que cualquier lugar donde vayamos después, sea un hogar.

Y es verdad también que necesitamos como el aire para respirar a nuestros hermanos de aventura. Y que no nos falten sus palabras ni sus risas ni sus empujones.

 

Cuando te duches...

 


Cuando te duches, estáte seguro de que estás en la ducha...

... pues tal vez estés ya en la reunión de trabajo.

O quizás, incluso, toda la reunión está en la ducha contigo.
(Jon Kabat-Zinn)
  
  Resulta impactante imaginarte a ti mismo en la ducha rodeado de tus compañeros de trabajo o con Garzón indignado o con Whitney Houston o...
 

Pitágoras y el zen

                  
Originalmente, los pitagóricos no estaban tan interesados en las doctrinas establecidas (en su tiempo) como en otra cosa: algo que no solo toleraba la creatividad y la originalidad sino que las fomentaba, las alimentaba y guiaba a la gente hasta sus orígenes. Por este motivo, la tradición pitagórica ha conseguido ser tan esquiva. Por eso era también tan abierta y se mezclaba con otras tradiciones, desafiando nuestras ideas modernas de ortodoxia o autodefinición.

Ahí tenemos la prueba que demuestra en qué medida los círculos pitagóricos valoraban la libertad individual y creativa. (...)

Convertirse en pitagórico no era una cosa baladí: no consistía en llegar, aprender y marcharse. El proceso afectaba aspectos del ser humano tan alejados de la experiencia ordinaria que sólo pueden describirse en términos abstractos, aunque, en realidad, no tuvieran nada de abstractos.

Puede decirse que trataba de lo que más tememos. De enfrentarse al silencio, de no tener otra opción que renunciar a las opiniones y teorías a las que nos aferramos, de no encontrar siquiera nada que las sustituyera durante años enteros.

Daba la vuelta a la vida de cualquier individuo, la ponía del revés. Y, durante este proceso, el vínculo entre maestro y discípulo era esencial. Por este motivo, se consideraba como la relación entre un padre y su hijo adoptivo. Tu maestro se convertía en tu padre, igual que en la iniciación a los misterios. Convertirse en pitagórico equivalía a ser adoptado, introducido en una gran familia.

El trasfondo del tipo de adopción de los pitagóricos era muy sencillo. En esencia, consistía en un proceso de renacimiento, de volver a ser un niño, un kourós. Y esta situación implicaba algo más de lo que parece a primera vista.

Los hechos de la herencia biológica no se borraban ni eliminaban. Seguían vigentes y tenían una validez obvia. Pero, además, se creaba algo nuevo.

La adopción no era sólo parte de un misterio. Era también un misterio en sí misma. Suponía la iniciación en una familia que existe en un nivel distinto al que estamos acostumbrados. Exteriormente, seguían vigentes todos los vínculos con el pasado. Y, sin embargo, interiormente se tenía conciencia de pertenecer a otro lugar en mayor medida de lo que es posible pertenecer a un lugar en este mundo, de ser apreciado de manera más íntima de lo que es posible que lo sea cualquier humano.

En cuanto a las personas que desempeñaban el papel de maestro e iniciador, podían parecer bastante humanas, pero el papel que desempeñaban iba mucho más allá del de un progenitor humano (...). En sus manos, uno moría para todo lo que era, para todo aquello a lo que se había aferrado como si fuera toda su existencia. Por este motivo algunas veces se los denominaba -cuando eran hombres- "padres verdaderos" y el énfasis se ponía en la palabra "verdadero". Desde el punto de vista de los misterios, la vida ordinaria que conocemos sólo es un primer paso, un preliminar para otra cosa completamente distinta (tal vez igual pero no idéntica?).

Entre los primeros pitagóricos, la importancia que se concedía a este proceso de interacción entre el "progenitor" y el "hijo", de transmisión entre uno y otro, era fundamental. Conducía a tremendas exigencias éticas. Y estas exigencias no siempre eran obligaciones formales: muchas veces tenían que intuirse. Incluso las leyendas pitagóricas reflejan todavía la necesidad que a veces se podía sentir de estar físicamente presente en el lecho de muerte del maestro.

Pero, más allá de los detalles, hay un hecho central: el maestro es un punto de acceso a algo que está más allá de él mismo. Y tras un maestro, hay todo un linaje de maestros, uno tras otro. La enseñanza se transmitía de generación en generación, paso a paso, con frecuencia en secreto y algunas veces en circunstancias de inmensa dificultad.

El resultado era absolutamente paradójico. El discípulo ponía su vida, e incluso su muerte, en manos de su maestro. Y, sin embargo, se entregaba a nada. Se convertía en parte de un vasto sistema, pero a través de ese sistema encontraba una creatividad extraordinaria. Se convertía en miembro de una familia indescriptiblemente íntima y totalmente impersonal.

Cada maestro parecía tener un rostro, pero, en realidad, no lo tenía: era sólo un eslabón en una cadena de tradición que se remontaba hasta Pitágoras. Y el mismo Pitágoras carecía de nombre. Los pitagóricos evitaban mencionarlo porque su identidad era un misterio, de la misma manera que con frecuencia evitaban dirigirse unos a otros por su nombre o pronunciar el de los dioses. (...).

("En los oscuros lugares del saber" Peter Kinksley, historiador)