Dentro de un dojo uno aprende a obedecer a la Vida y obedece. Será porque se dice que
con la Vida no se hace nada, a la Vida se la obedece.
Le dicen
que quieto y uno se queda quieto aunque le duela el alma o le tiemblen hasta
las pestañas.
Que estirado y, atento al estiramiento, de vez en cuando,
enderezará la espalda hasta parecer que quiera desplazar de su sitio al
mismísimo cielo.
Que el mentón hacia dentro y uno lo hace aunque con ello
aumente una antiestética papada de la que se arrepentirá, seguro que se
arrepentirá.
Que respire con la tripa y también lo hace y también le crecerá la
barriga de tanto empujarla hacia dentro y hacia fuera.
Que no cruce el altar y
aunque no sepa por qué esotérica razón, motivo o circunstancia, no sea
reglamentario atravesar ese espacio que es la línea más recta hacia su zafu, se
abstendrá de hacerlo.
Que no apague las velas del altar a soplidos y nada, lo
hace dando papirotazos al aire con la mano (que hay que ver lo que cuesta
apagarlas de esa extravagante manera)... y así con todo.
En el dojo.
Y como
resulta que dentro del dojo uno se pone de acuerdo y conforme con la Ley,
curiosa y paradójicamente, cuando sale del dojo a la vida de todos los días,
a uno no le
queda más remedio que desobedecer las leyes pequeñas para seguir obedeciendo la
Ley grande.
Continúa quieto ante lo injusto, manteniendo la justicia.
Erguido ante otro humano erguido, apostando por la igualdad
esencial de su naturaleza humana.
Entrado el mentón afirmando su determinación de hacer lo que hay que hacer.
Aireando las tripas donde almacena y esconde los olores que
peor huelen.
Evitando cortar el cordón que une el altar donde
simbólicamente consagra sus mejores aspiraciones y su pequeño mundo egoísta. Y
que ambos vuelvan a ser uno.
Moviendo el aire, tan sólo el aire, sutil y perfumado, para
apagar los fuegos con el gesto preciso y contundente de una sola mano una sola
vez. Como son las cosas en realidad.