Ya avisé de que colgaría algo de Guénon...despacito

EL DEMIURGO*

Hay cierto número de problemas que constantemente han preocupado a los hombres, pero quizás ninguno ha parecido generalmente tan difícil de resolver como el del origen del Mal, con el que han topado, como con un obstáculo infranqueable, la mayoría de los filósofos y sobre todo los teólogos: “Si Deus est, unde Malum? Si non est, unde Bonum?”[1]. Este dilema es, en efecto, insoluble para aquellos que consideran la Creación como la obra directa de Dios, y que, en consecuencia, están obligados a hacerle responsable del Bien y del Mal. Se dirá sin duda que esta responsabilidad es atenuada, en cierta medida, por la libertad de las criaturas; pero, si las criaturas pueden escoger entre el Bien y el Mal, es que uno y otro existen ya, al menos en principio; y si son susceptibles de decidirse a veces en favor del Mal en lugar de estar siempre inclinadas siempre hacia el Bien, es que son imperfectas; ¿cómo entonces Dios, si es perfecto, ha podido crear seres imperfectos?

Es evidente que lo Perfecto no puede engendrar lo imperfecto, pues, si ello fuera posible, lo Perfecto debería contener en sí mismo lo imperfecto en estado principial, y entonces no sería ya lo Perfecto. Lo imperfecto no puede entonces proceder de lo Perfecto por vía de emanación; luego no podría resultar más que de la creación “ex nihilo”, pero ¿cómo admitir que algo pudiese proceder de nada, o, en otros términos, que pudiese existir algo carente de principio? Por otra parte, admitir la creación “ex nihilo” sería admitir por ello mismo el aniquilamiento final de los seres creados, ya que lo que ha tenido un comienzo debe también tener un final, y nada es más ilógico que hablar de inmortalidad en tal hipótesis. Pero la creación así entendida es un absurdo, puesto que es contraria al principio de causalidad, el cual es imposible para todo hombre razonable negarlo sinceramente, y podemos decir con Lucrecio: “Ex nihilo nihil, ad nihilum nihil posse reverti.”[2].
 
No puede haber nada que carezca de un principio; pero ¿cuál es ese principio? Y ¿no hay más que un Principio único de todas las cosas? Si se considera el Universo total, es evidente que él contiene todas las cosas, puesto que todas las partes están contenidas en el Todo. Por otra parte, el Todo es necesariamente ilimitado, ya que, si tuviera un límite, lo que hubiera más allá de este límite no estaría comprendido en el Todo, siendo esta suposición absurda. Lo que carece de límite puede ser llamado Infinito, y como lo contiene todo, este Infinito es el principio de todas las cosas. Por otro lado, el Infinito es necesariamente uno, pues dos Infinitos que no fueran idénticos se excluirían el uno al otro; resultando de esto que no hay más que un Principio único de todas las cosas, y este Principio es lo Perfecto, pues el Infinito sólo puede ser tal si es lo Perfecto.

Así, lo Perfecto es el Principio supremo, la Causa primera; él contiene todas las cosas en potencia y las ha producido todas; pero entonces, puesto que no hay más que un Principio único, ¿qué hay de todas las oposiciones que normalmente se consideran en el Universo: el Ser y el No-Ser, el Espíritu y la Materia, el Bien y el Mal? Nos encontramos aquí en presencia de la cuestión planteada desde el comienzo, y ahora podemos formularla de una manera más general: ¿cómo la Unidad ha podido producir la Dualidad?
Algunos han creído que debían admitir dos principios distintos, opuestos el uno al otro, pero esta hipótesis está descartada por lo dicho anteriormente. En efecto, estos dos principios no pueden ser ambos infinitos, pues entonces se excluirían o se confundirían; si sólo uno fuera infinito, éste sería el principio del otro; y, si ambos fueran finitos, no serían verdaderos principios, ya que decir que aquello que es finito puede existir por sí mismo, es admitir que algo puede venir de nada, puesto que todo lo finito tiene un comienzo, lógico si no cronológico. En este último caso, consecuentemente, siendo finitos uno y otro, deben proceder de un principio común, que es infinito, lo que nos remite así a la consideración de un Principio único. Además, muchas doctrinas consideradas habitualmente como dualistas, no lo son más que en apariencia; en el Maniqueísmo, como en la religión de Zoroastro, el dualismo no era sino una doctrina puramente exotérica, recubriendo la verdadera doctrina esotérica de la Unidad: Ormuz y Ahrimán son ambos engendrados por Zervané-Akérêné, y deben confundirse en él al final de los tiempos.
La Dualidad es entonces necesariamente producida por la Unidad, puesto que no puede existir por sí misma; pero ¿cómo puede ser producida? Para comprenderlo debemos considerar primeramente a la Dualidad en su aspecto menos particularizado, que es la oposición del Ser y del No-Ser; por otra parte, puesto que uno y otro están forzosamente contenidos en la Perfección total, es evidente desde el principio que esta oposición no puede ser más que aparente. Entonces valdría más hablar únicamente de distinción; pero ¿en qué consiste esa distinción? ¿Existe, en realidad, independientemente de nosotros, o no es simplemente más que el resultado de nuestra forma de ver las cosas?
 
Si por No-Ser no se entiende sino la pura nada, es inútil seguir hablando, pues ¿qué se puede decir de aquello que no es nada? Pero otra cosa muy distinta sería si se considera al No-Ser como posibilidad de ser; así entendido, el Ser es la manifestación del No-Ser, y está contenido en estado potencial en el No-Ser. La relación del No-Ser al Ser es entonces la relación de lo no-manifestado a lo manifestado, y podemos decir que lo no-manifestado es superior a lo manifestado, puesto que es su principio, ya que contiene en potencia todo lo manifestado más lo que no es, ni nunca ha sido, ni jamás será manifestado. Al mismo tiempo, vemos que es imposible hablar aquí de una distinción real, puesto que lo manifestado está contenido en principio en lo no-manifestado; sin embargo no podemos concebir lo no-manifestado directamente, sino solamente a través de lo manifestado. Esta distinción existe pues para nosotros, pero sólo existe para nosotros.
Si es así para la Dualidad en cuanto a la distinción entre Ser y No-Ser, con mayor razón debe ser lo mismo para todos los otros aspectos de la Dualidad. Con esto vemos cuán ilusoria es la distinción entre Espíritu y Materia, sobre la que se han construido, sobre todo en los tiempos modernos, tan gran cantidad de sistemas filosóficos, como si se tratara de una base inquebrantable; si esta distinción desaparece, nada queda de todos esos sistemas. Además, podemos señalar de pasada que la Dualidad no puede existir sin el Ternario, ya que si el Principio, diferenciándose, da nacimiento a dos elementos —que por lo demás sólo son distintos en tanto que nosotros los consideremos como tales—, éstos dos elementos y su Principio común forman un Ternario, de suerte que en realidad es el Ternario y no el Binario quien es inmediatamente producido por la primera diferenciación de la Unidad primordial.
Volvamos ahora a la distinción entre el Bien y el Mal, que no es en sí, también ella, más que un aspecto particular de la Dualidad. Cuando oponemos Bien y Mal, hacemos consistir generalmente el Bien en la Perfección o, al menos, en un grado inferior, en una tendencia a la Perfección, y entonces el Mal no es otra cosa que lo imperfecto; pero ¿cómo lo imperfecto podría oponerse a lo Perfecto? Hemos visto que lo Perfecto es el Principio de todas las cosas, y que, por otro lado, él no puede producir lo imperfecto; de donde resulta que en realidad lo imperfecto no existe, o que al menos no puede existir sino como elemento constitutivo de la Perfección total; pero, siendo así, no puede ser realmente imperfecto, y lo que nosotros denominamos imperfección no es más que relatividad. Así, lo que llamamos error no es más que verdad relativa, pues todos los errores deben ser comprendidos en la Verdad total, sin lo cual ésta, estando limitada por algo que estaría fuera de ella, no sería perfecta, lo que equivale a decir que no sería la Verdad. Los errores, o, mejor dicho, las verdades relativas, no son sino fragmentos de la Verdad total; es pues la fragmentación la que produce la relatividad, y en consecuencia, podríamos decir que ella es la causa del Mal, si relatividad fuera realmente sinónimo de imperfección; pero el Mal sólo es tal cuando se lo distingue del Bien.
Si llamamos Bien a lo Perfecto, lo relativo no es algo realmente distinto, ya que en aquel está contenido en principio; luego, desde el punto de vista universal, el Mal no existe. Existirá únicamente si consideramos todas las cosas bajo un aspecto fragmentario y analítico, separándolas de su Principio común, en lugar de considerarlas sintéticamente como contenidas en este Principio, que es la Perfección. Así es creado lo imperfecto; el Mal y el Bien son creados al distinguirlos el uno del otro, y, si no hay Mal, no hay motivo tampoco para hablar del Bien en el sentido ordinario de esta palabra, sino únicamente de Perfección. Es por tanto la fatal ilusión del Dualismo la que realiza el Bien y el Mal, y la que, considerando las cosas bajo un punto de vista particularizado, sustituye a la Unidad por la Multiplicidad, y encierra así a los seres sobre los cuales ejerce su poder en el dominio de la confusión y de la división. Este dominio es el Imperio del Demiurgo.
Lo que hemos dicho respecto la distinción del Bien y el Mal permite comprender el símbolo de la Caída original, al menos en la medida en que estas cosas pueden llegar a expresarse. La fragmentación de la Verdad total, o del Verbo, pues es la misma cosa en el fondo, fragmentación que produce la relatividad, es idéntica a la segmentación del Adam Kadmon, cuyas porciones separadas constituyen al Adam Protoplastos, es decir, el primer formador. La causa de esta segmentación es Nahash, el Egoísmo o el deseo de la existencia individual. Este Nahash no es una causa exterior al hombre, sino que está en él, primero en estado potencial, y sólo deviene exterior sino en la medida en que el hombre mismo lo exterioriza; este instinto de separatividad, por su naturaleza, que es la de provocar la división, empuja al hombre a probar el fruto del Arbol de la Ciencia del Bien y del Mal, es decir, a crear la distinción misma entre Bien y Mal. Entonces los ojos del hombre se abren, pues aquello que le era interior se ha convertido en exterior, a consecuencia de la separación que se ha producido entre los seres. Estos están ahora revestidos de formas, que limitan y definen su existencia individual, y así el hombre se ha convertido en el primer formador. Pero en lo sucesivo, también él se encuentra sometido a las condiciones de esta existencia individual, está revestido igualmente de una forma, o, siguiendo la expresión bíblica, de una túnica de piel, y está encerrado en el dominio del Bien y del Mal, en el Imperio del Demiurgo.
A través de esta exposición abreviada y muy incompleta, vemos que el Demiurgo no es en realidad una potencia externa al hombre; en principio no es más que la voluntad del hombre en tanto realiza la distinción entre Bien y Mal. Pero seguidamente el hombre, limitado como ser individual por esa voluntad que es la suya propia, la considera como algo externo a él, y así deviene distinta de él. Además, como dicha voluntad se opone a los esfuerzos necesarios para salir del dominio en que él mismo se ha encerrado, la ve como una potencia hostil, y la denomina Satán o el Adversario. Destaquemos además que este Adversario, que hemos creado nosotros mismos y que creamos a cada instante, pues ello no debe considerarse como algo que ocurrió en un tiempo determinado, que este Adversario decimos, no es malo en sí mismo, sino que constituye únicamente el conjunto de todo lo que nos es contrario.
Desde un punto de vista más general, el Demiurgo, devenido una potencia distinta y considerado como tal, es el Príncipe de este Mundo del cual se habla en el Evangelio de Juan. No es, propiamente hablando, ni bueno ni malo, más bien es lo uno y lo otro, puesto que contiene en sí mismo el Bien y el Mal. Se considera su dominio como el Mundo inferior, en oposición al Mundo superior o Universo principal del que ha sido separado. Pero hay que tener en cuenta que esta separación jamás es absolutamente real, sólo lo es en la medida en que la realizamos, pues este Mundo inferior está contenido, en estado potencial, en el Universo principal, y es evidente que ninguna parte puede realmente salir del Todo. Por otra parte, esto es lo que impide que la caída continúe indefinidamente; pero no se trata sino de una expresión totalmente simbólica, y la profundidad de la caída mide simplemente el grado en el cual la separación se ha llevado a cabo. Con esta restricción, el Demiurgo se opone al Adam Kadmon o a la Humanidad principal, manifestación del Verbo, pero solamente como un reflejo, ya que él no es una emanación, y no existe por sí mismo; eso es lo que está representado por la figura de los dos ancianos del Zohar, y también por los dos triángulos opuestos del Sello de Salomón.
Esto nos lleva a considerar al Demiurgo como un reflejo tenebroso e invertido del Ser, pues no puede ser otra cosa en realidad. Por tanto no es un ser; pero, según lo dicho anteriormente, puede considerarse como la colectividad de los seres en la medida en que son distintos, o si se prefiere, en tanto que tienen una existencia individual. Somos seres distintos en tanto que creamos nosotros mismos la distinción, que sólo existe en la medida en que la creamos; y en tanto que lo hacemos somos elementos del Demiurgo, y, como seres distintos, pertenecemos al dominio de este Demiurgo, que es lo que se denomina la Creación.
Todos los elementos de la Creación, es decir las criaturas, están pues contenidas en el Demiurgo, y en efecto, sólo las puede extraer de sí mismo puesto que la creación ex nihilo es imposible. Considerado como Creador, el Demiurgo produce primero la división, y no es realmente distinto de ella, ya que sólo existe en tanto que la división misma existe; después, como la división es la fuente de la existencia individual y ésta viene definida por la forma, el Demiurgo debe ser considerado como formador y entonces es idéntico al Adam Protoplastos, tal como hemos visto. Podemos decir aún que el Demiurgo crea la Materia, entendiendo por esta palabra el caos primordial que es la reserva común de todas las formas; después organiza esta Materia caótica y tenebrosa donde reina la confusión, haciendo surgir de ella las múltiples formas cuyo conjunto constituye la Creación.
¿Se debe decir entonces que esta Creación es imperfecta? Sin duda no se la puede considerar como perfecta; pero, desde el punto de vista Universal, no es más que uno de los elementos constitutivos de la Perfección total. Sólo es imperfecta cuando la consideramos analíticamente, como separada de su Principio, y lo es en la misma medida que constituye el dominio del Demiurgo. Pero, si lo imperfecto sólo es un elemento de lo Perfecto, no es verdaderamente imperfecto, y de ahí resulta que en realidad el Demiurgo y su dominio no existen desde el punto de vista universal, como tampoco la distinción entre Bien y Mal. Igualmente resulta que, desde el mismo punto de vista, la Materia no existe: la apariencia material no es más que ilusión, de donde no hay que sacar la conclusión, por otro lado, de que los seres que tienen esta apariencia no existan, pues sería caer en otra ilusión: la de un idealismo exagerado y mal entendido.
Si la Materia no existe, la distinción entre Espíritu y Materia desaparece por ello mismo; en realidad todo debe ser Espíritu, pero entendiendo esta palabra en un sentido bien diferente del que le han atribuido la mayor parte de los filósofos modernos. Estos, en efecto, aun oponiendo el Espíritu a la Materia, no lo consideran como independiente de toda forma, y se puede entonces preguntar en qué se diferencia de la Materia. Si se dice que es inextenso, mientras que la Materia es extensa, ¿cómo es que lo inextenso puede estar revestido de una forma? Por otra parte, ¿por qué querer definir el Espíritu? Ya sea con el pensamiento o de otra manera, es siempre a través de una forma como se busca definirlo, y entonces ya no es Espíritu. En realidad el Espíritu universal es el Ser, y no tal o cual ser particular; es el Principio de todos los seres, y así los contiene a todos. Por eso todo es Espíritu.
Cuando el hombre alcanza el conocimiento real de esta verdad, se identifica él mismo e identifica todas las cosas con el Espíritu universal. Entonces para él toda distinción desaparece, de tal forma que contempla todas las cosas como estando en él mismo y no como exteriores, pues la ilusión se desvanece ante la Verdad como la sombra ante el sol. Así, por este mismo conocimiento, el hombre es liberado de las ataduras de la Materia y de la existencia individual, ya no está sometido al dominio del Príncipe de este Mundo, ya no pertenece al Imperio del Demiurgo.
De lo que precede resulta que el hombre puede, desde su existencia terrestre, liberarse del dominio del Demiurgo o del Mundo hylico, y que esta liberación se opera por la Gnosis, es decir por el Conocimiento integral. Señalemos que este Conocimiento nada tiene en común con la ciencia analítica y no la supone de ningún modo. Es una ilusión muy extendida en nuestros días creer que no se puede llegar a la síntesis total más que a través del análisis; al contrario, la ciencia ordinaria es totalmente relativa y, limitada al Mundo hylico, tiene la misma existencia que éste desde el punto de vista universal.
Por otra parte, debemos indicar también que los diferentes Mundos, o, según la expresión generalmente admitida, los diversos planos del Universo no son lugares o regiones, sino modalidades de la existencia o estados del ser. Esto permite comprender cómo un hombre viviendo en la tierra puede pertenecer en realidad, ya no al Mundo hylico, sino al Mundo psíquico o incluso al Mundo pneumático. Es lo que constituye el segundo nacimiento. Sin embargo, propiamente hablando, éste no es más que el nacimiento al Mundo psíquico, por el cual el hombre se hace consciente de los dos planos, pero sin alcanzar todavía el Mundo pneumático, es decir sin identificarse con el Espíritu universal. Esta identificación sólo es alcanzada por aquel que posee íntegramente el triple Conocimiento, por el cual es liberado para siempre de los nacimientos mortales; es lo que se expresa diciendo que solamente los Pneumáticos son salvados. El estado de los psíquicos no es más que un estado transitorio; es el del ser que ya está preparado para recibir la Luz, pero que todavía no la percibe, que no ha tomado consciencia de la Verdad una e inmutable.
Cuando hablamos de nacimientos mortales, entendemos por ello las modificaciones del ser, su paso a través de las formas múltiples y cambiantes; no habiendo en ello nada que se parezca a la doctrina de la reencarnación tal como la admiten los espiritistas y los teosofistas, doctrina que algún día tendremos la ocasión de explicar. El Pneumático está liberado de los nacimientos mortales, es decir está liberado de la forma, por lo tanto del Mundo demiúrgico; ya no está sometido al cambio y, en consecuencia, es sin acción; siendo este un punto sobre el que volveremos más adelante. El Psíquico, por el contrario, no sobrepasa el mundo de la Formación, que es designado simbólicamente como el primer Cielo o la esfera de la Luna; de allí regresa al Mundo terrestre, lo que no significa que tome un nuevo cuerpo en la Tierra, sino simplemente que debe revestirse de nuevas formas, sean cuales fueren, antes de obtener la liberación.
 
Lo que acabamos de exponer muestra la concordancia, podríamos incluso decir la identidad real, a pesar de ciertas diferencias en la expresión, de la doctrina gnóstica con las doctrinas orientales y más particularmente con el Vêdânta, el más ortodoxo de todos los sistemas metafísicos fundados en el Brahmanismo. Por este motivo podemos completar lo dicho anteriormente respecto a los diversos estados del ser, reproduciendo algunas citas del Tratado del Conocimiento del Espíritu de Shankarâchârya.

* “Reproducimos aquí el texto que, creemos, ha sido el primero, si no en ser redactado, sí al menos publicado por René Guénon. Apareció en el primer número de la revista La Gnose, que data de Noviembre de 1909”. (Nota de Roger Maridort). (En realidad, el texto completo apareció en los tres primeros números de dicha publicación: noviembre y diciembre de 1909 y enero de 1910, firmado por T. Palingenius) (N. del T.).
[1] “¿Si Dios es, entonces de dónde el Mal, si no es, entonces de dónde el Bien?”. (N. del T.)
[2] “De la nada, nada surge; y a la nada, nada puede retornar”. (N. Del T.)
  

2 pensamientos +:

Anónimo dijo...

como se puede escribir tanto sobre la nada?

mikaela dijo...

... y más! :)) Él, yo, todos en realidad.

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