Habían pasado tantos kalpas desde que Nación tutelara la vida de Kartaj que los recuerdos sólo tenían la forma de leyendas. Y las leyendas contaban que llegaron avanzando lentamente entre las estrellas, metidos en la tripa de sus enormes pájaros. Sin pedir hospitalidad se asentaron en el Consejo transformándolo en Gobierno y en menos tiempo del que tardaron los hombres de Kartaj en contemplar el descenso de las naves, el planeta entero había sido dominado, sus leyes abolidas, sus costumbres alteradas y ni siquiera el idioma pudo ser hablado ni transmitido. Fueron prohibidos los clanes e hicieron desaparecer los linajes.
Al principio la respuesta fue violenta pero poco o nada podían hacer contra un poder tan fuerte excepto que la sangre corriera tiñendo los ríos y la muerte empapara la tierra. Y tras ella, nada.
Nación era grande y se podía permitir sacrificar muchos guerreros; Kartaj pequeña, por consiguiente rindió sus hombres y era ahora tan Nación como Nación misma. Ni siquiera las leyendas estaban vivas en las canciones de los poetas y las semillas de revuelta se agostaron en los labios de unos pocos rebeldes. Los dioses, humillados, se retiraron a un rincón pequeño de sus cielos y los sabios se convirtieron en un grupo marginado y extraño apenas tolerado.
Los técnicos de Nación llevaron sus máquinas para trabajar los campos, máquinas para hablar, máquinas para hacer vida, máquinas para cualquier cosa. Y las mujeres y los hombres de Kartaj ya no necesitaron más usar sus manos para cultivar el trigo ni para cocinar, ni casi para ninguna cosa. Antes de lo que tarda un gallo en cantar el amanecer se acostumbraron a una vida cómoda y ociosa.
Entonces quienes guardaban el conocimiento, lo retiraron a la Montaña, un pequeño territorio al norte de todas las cosas y después lo cubrieron con poderosos hechizos de niebla y olvido que borraron los contornos y oscurecieron los caminos de acceso. Así, esos que parecían pocos y poca cosa vivieron en Nación un largo tiempo sin prisa ocupados tan solo en mantener y transmitir lo que no debía ser olvidado.
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-No, Cornelia, no. Con esa forma de mover las manos no serás capaz ni de crear una mosca-, le estaba diciendo Baba-Lur, su maestra, francamente enfadada –. Ayer no conseguiste oír latir el corazón del bosque y hoy mueves las manos como una mala bailarina. ¿Se puede saber qué te pasa?. ¡Por todas las diosas! ¿es que no te he enseñado nada?. ¡Mírame!.
Y Baba compuso un hueco con sus manos, frotó y frotó con dulzura y paciencia el vacío que había entre ellas hasta que una pequeña luz naranja brilló dentro de ellas. Continuó acariciándola para que creciera y, después, separando las manos, la dejó suspendida en el aire. Sopló y la burbuja hecha de nada se estrelló contra la punta de la nariz de su discípula.
-No puede ser difícil para ti. Inténtalo de nuevo.
Cornelia se concentró y procuró imitar en todo los movimientos de su maestra, pero después de un rato que se le hizo infinitamente largo, seguía sin conseguir ni un diminuto destello. Miró compungida la cara cada vez más furiosa de Baba. Tenía que lograr que algo se formara rápidamente si no quería ser castigada, pero no hubo ni forma ni manera.
-Lo siento pero no me sale nada.
Baba resopló.
-No es sólo el movimiento. Debes concentrarte en lo que quieres formar y hacer que salga por tus manos; te lo he explicado mil veces. Bien, igual mañana tenemos más suerte-. Dio media vuelta y se fue dejándola sola como la una. Pero al menos no la castigó.
Ahora que Baba no estaba, Cornelia recordaba constantemente a la vieja maestra y sus lecciones. Todas habían sido importantes porque Baba había conseguido que tuvieran el valor de un descubrimiento y la fuerza de una revelación. Siempre decía: “Se aprende con el cuerpo. Si sólo aprendes con la cabeza al final lo olvidarás. Es en el cuerpo donde las cosas permanecen. El cuerpo recuerda y, cuando le pides un recuerdo, él te lo acerca”. Y para que eso fuera un poco más cierto Baba dibujaría un pequeño tatuaje simbólico en la piel de Cornelia con cada pequeño o grande conocimiento adquirido.
Al llegar al término de su instrucción como custodia de la fuerza grande que todo lo sostiene, Cornelia tendría la piel cubierta de hermosísimos dibujos de colores casi imposibles que se completarían unos a otros formando el mapa de todo cuanto conociera, un mapa que diría casi todo lo que ella era a quien quisiera recorrer con calma su piel. Pero ese momento no había llegado todavía.
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La autoridad de los monjes de la Montaña era palpable. Sin ser real parecían más altos, más fuertes. Intermediarios entre el mundo de los dioses y los hombres, se fundían hasta tal punto con la fuerza que eran la propia fuerza. Duros como las rocas profundas de la Tierra. Dulces como un pequeño panal de miel calentado al sol perezoso de una tarde de verano. Polvo en el viento. Agua en la tormenta. Sin moverse, adaptándose a todos los vientos, corriendo con todas las aguas y sin embargo inmóviles. Podían hacer encantamientos que pocas veces hacían. Y saber el futuro tan seguro como la muerte y entrar en el pasado que pertenece a los poetas.
(Pero solo el eterno ahora sirve. Sólo se vive la vida de los vivos en el presente.) Y poseían las palabras que son capaces de nombrar el nombre de las cosas. ¿Quién se atrevería a contestar la palabra de quien había consagrado su vida a la Vida y a la Muerte?. A quien cuida de los vivos y entrega los muertos a los dioses. A quien aconseja guerras y negocia la paz. Ni siquiera un jefe de clan habla antes que un monje.
Era orgullosa con la arrogancia de los viejos clanes. Todos sus antepasados habían tenido tanto que ver con la historia de Kartaj que las leyendas hechas alrededor de los héroes hablaban sólo de su linaje. Y el Templo no había conseguido suavizar sus maneras pese al duro entrenamiento a que había sido sometido su cuerpo y su espíritu.
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Hacía horas que la nieve se dejaba caer mansa y sin estorbos envolviendo en silencio el Templo de la Montaña. Estaba entrando en el “otro lado” y una calma dulce se iba posando sobre sus hombros firmes, resbalando por el cuerpo erguido, atento.
Cuidadosa con los gestos, procurando la perfección en la forma, jugando con los símbolos, unió despacio las dos manos e inclinó la cabeza orgullosa aceptando de antemano cualquier cosa que fuera a suceder. Ordenó con precisión los pliegues de su manto, subiendo por encima del hombro izquierdo el extremo destinado a cubrir el corazón, pasó una mano por el cabello recogido en una complicada estructura ritual en un intento inútil por dominar su rebeldía y caminó hacia la habitación de su maestra, sin prisa, dejándose seducir por la sobriedad del corredor cuyas paredes, del color inexplicable del tiempo, no estaban adornadas por nada.
El olor a sándalo y roble podía verse en delicadas nubes meciéndose en el aire.
De algún lugar en el corazón del Templo surgía un sonido oscuro, orgánico, rápido y continuo, una vibración armónica llamando al despertar.
Era un momento exacto. Lo oculto era tanto como lo revelado.
Y el universo entero celebraba el Equilibrio.