Kayros, el Discrimen de todos los días

 
En la estructura temporal de la civilización moderna, se suele emplear una sola palabra para significar el "tiempo". Los griegos tenían dos: Chronos y Kayros. Chronos es el tiempo del reloj, el tiempo que se mide. Kayros, el momento justo, no es el tiempo cuantitativo sino el tiempo cualitativo de la ocasión, la experiencia del momento oportuno (dice wikipedia).

Justo éste que no es el siguiente, que no espera al siguiente ni se pudre estancándose en el anterior, inapelable, precioso como un brillo de plata a la luz de la luna y que solemos perder con pasmosa facilidad por estar tan distraídos.

Nosotros estamos en Kronos.
El Espíritu está en Kayros.................
(me cuentan que Rafu habló de estas cosas en la sesshin).

Curiosamente, mientras él comentaba kayros por aquí aludíamos al discrimen. Ésta es la historia que logró que sintiera -de sentir con las tripas más que con la cabeza- lo que los griegos querían señalar con kayros y los romanos con discrimen que aunque no son lo mismo, son parecidos. Primos hermanos.


10 de enero del año 705 desde la fundación de Roma, el 49 antes del nacimiento de Jesús el Cristo.

Hacía mucho rato que el sol se había puesto tras los Apeninos. Los soldados de la legión XIII aguardaban en la oscuridad, en perfecta formación y en orden de marcha. Aunque la noche era fría, estaban acostumbrados a los sufrimientos. Durante ocho años habían seguido al gobernador de la Galia de una sangrienta campaña a otra, a través de la nieve y del abrasador verano, hasta los mismísimos confines de la Tierra. Ahora, tras regresar de las tierras salvajes del norte, estaban dispuestos a cruzar una frontera muy diferente. Frente a ellos fluía un pequeño arroyo. La orilla en la que se encontraban los legionarios pertenecía a la provincia de la Galia; la otra, a Italia, y en ella estaba el camino que llevaba a Roma. Sin embargo, si los soldados tomaban ese camino, estarían cometiendo el más grave de los crímenes, pues no sólo atravesarían los límites de su provincia, sino que quebrantarían las leyes más sagradas del pueblo romano. De hecho, comenzarían una guerra civil. Pero los legionarios lo sabían desde que emprendieron la marcha hacia la frontera, y estaban dispuestos a hacerlo. Golpeando el suelo con los pies para ahuyentar el frío, esperaban a que los trompetas les diesen la señal de entrar en acción, de echarse las armas al hombro, de avanzar... de cruzar el Rubicón.

Pero ¿cuándo iba a llegar la orden? En el silencio de la noche...


... se escuchaba el arrullo del torrente, crecido por el deshielo de las nieves de las montañas, pero no el toque de las trompetas. Los soldados aguzaron el oído. No estaban acostumbrados a esperar. Habitualmente, cuando se avecinaba la batalla, solían moverse y atacar raudos como un rayo. Su general, el gobernador de la Galia, era un hombre célebre por su brío, su capacidad para sorprender al enemigo y su rapidez. No sólo eso, sino que, además, les había dado la orden de cruzar el Rubicón esa misma tarde. Así que, ¿por qué, ahora que por fin habían llegado a la frontera, les había hecho detenerse súbitamente? Pocos alcanzaban a ver al general entre las tinieblas, pero a sus oficiales, reunidos a su alrededor, les parecía un hombre atormentado por la duda. En lugar de ordenar a sus hombres que avanzaran, Cayo Julio César miraba las turbias aguas del Rubicón, y callaba. Su mente se debatía en silencio.

Los romanos tenían una palabra para momentos como ése: Discrimen, un peligroso instante de insoportable tensión en el que los logros de toda una vida pendían de un delgado hilo. La carrera de César, como la de cualquier otro romano que aspirase a la grandeza, había consistido en una sucesión de tales momentos de crisis. Una y otra vez se había jugado al azar todo su futuro, y siempre había salido victorioso del envite. Para los romanos, así era como de verdad se demostraba la talla de un hombre. Sin embargo, el dilema al que César se enfrentaba en la orilla del Rubicón era particularmente angustioso; más angustioso todavía, si cabe, porque era consecuencia de sus éxitos anteriores. En menos de una década había obligado a rendirse a ochocientas ciudades y trescientas tribus, y había subyugado toda la Galia. Pero para los romanos, los éxitos excesivos eran tanto causa de celebración como de alarma. Después de todo, eran ciudadanos de una república, y no se le podía permitir a ningún hombre que eclipsase siempre a todos los demás. Los enemigos de César, que le temían y le envidiaban, llevaban tiempo maniobrando para lograr apartarle del mando de sus tropas. Ahora, en el invierno del 49, por fin habían logrado ponerle contra la espada y la pared. Para César era el momento de la verdad. Podía someterse a la ley, abandonar su mando y ver cómo se acababa su carrera... o podía cruzar el Rubicón.

«La suerte está echada.» (Alea jacta est). Sólo como un jugador en un arrebato de pasión por la apuesta, se decidió César a dar a sus legionarios la orden de avanzar. Había demasiado en juego como para tomar una decisión basada en cálculos racionales. También demasiados imponderables. Al penetrar en Italia, César sabía que se arriesgaba a desencadenar una guerra mundial. Se lo había confesado a sus compañeros, y la perspectiva le provocaba escalofríos. Pero por clarividente que fuera, ni siquiera César podía prever todas las consecuencias que conllevaría su decisión. Además de «momento de crisis», discrimen también tenía otro significado: «línea divisoria». Y eso era, en todos los sentidos, el Rubicón. Al cruzarlo, César no sólo causó una guerra que asolaría el mundo entero, sino que también contribuyó a acabar con las antiguas libertades de Roma y al establecimiento, tras el naufragio de aquellas libertades, de una monarquía, acontecimientos de capital importancia para la historia de Occidente. Mucho después de que el imperio romano hubiera desaparecido, las alternativas que dibujaba el cauce del Rubicón -libertad y despotismo, anarquía y orden, república y autocracia- siguieron cautivando la imaginación de los sucesores de Roma. Puede que aquel torrente fuera estrecho y oscuro, tan insignificante que hemos olvidado incluso su localización exacta, pero su nombre todavía es famoso. No debe sorprendernos. Tan importante fue el cruce del Rubicón que desde entonces se ha convertido en un símbolo que representa cualquier paso trascendental.

Con él se cerró una era de la historia. Hubo un tiempo en que el Mediterráneo estuvo salpicado de ciudades libres. En el mundo griego, y también en Italia, los habitantes de estas ciudades no se consideraban súbditos de un faraón ni de un rey de reyes, sino ciudadanos, y alardeaban de los valores que los distinguían de los esclavos: libertad de expresión, propiedad privada y derechos plasmados en leyes. No obstante, gradualmente, conforme iban surgiendo nuevos imperios, primero el de Alejandro Magno y sus sucesores, y luego el de Roma, la independencia de tales ciudadanos se iba constriñendo. Llegados al siglo I a. J.C. quedaba sólo una única ciudad libre: la propia Roma. Y, cuando César cruzó el Rubicón, la República se vino abajo y ya no quedó ninguna. Como consecuencia, se acabó con un milenio de autogobierno de los ciudadanos, una experiencia que tardaría otro milenio, e incluso más, en volver a existir sobre la faz de la Tierra.

Extraído de "Rubicón", de Tom Holland

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